Lucía bajó deprisa las escaleras automáticas, huyendo de todo. Sabía que cada paso que daba la alejaba más de esa mujer, llena de dudas. Quería dejarla atrás, olvidarse de ella; no quería oír sus reproches, ni sus clases de moral. Era una de las decisiones más difíciles e importantes que había tenido que tomar. Y ahora ella no la detendría...

     La parada del metro se encontraba abarrotada; era una hora punta. El eco de las voces de la gente que se agolpaba a su alrededor se estrellaba contra el techo, produciendo un sonido sordo. Ella sólo escuchaba su respiración, el palpitar de su corazón galopando dentro de su pecho. Cuando las puertas se abrieron, buscó una butaca. Necesitaba sentarse; la ansiedad jugaba con ella como si fuese una muñeca de trapo. Encontró una al lado de un adolescente que escuchaba música. Le vino a la mente la figura de su hijo y se lo imaginó yendo a la universidad. Arrancó de ella ese recuerdo. Esa mujer que seguía acosándola se había quedado en la sala de una clínica para una rutinaria revisión médica; esa era la excusa que había dado para poder faltar unas horas a su trabajo. Le había sido fácil, ya que era una empresa familiar y no le pedirían explicaciones... Sólo unas horas... Era más de lo que había arriesgado nunca...

     Las puertas se abrieron y salió rápidamente; quería sentir el viento en su cara, el aroma a libertad. Subió las escaleras aún más deprisa, haciéndose hueco entre la gente que se dejaba llevar. Una vez fuera, aspiró profundamente y, con paso firme, se perdió entre las calles de la ciudad; ella conocía bien el lugar donde habían decidido verse. Inspiró una vez más y se dispuso a traspasar la puerta. No sabía cómo ni de dónde había sacado la fuerza para romper todo aquello en lo que ella había creído. ¿Dónde quedaría su moralidad? ¿Dónde sus valores? Nada importaba. Al menos ahora quería ser honesta con ella misma...

     Ya en el vestíbulo del hotel, se cruzó con varios grupos de personas que charlaban, mientras otras iban y venían, pegados a sus teléfonos móviles. Habían elegido aquel lugar porque se celebraba un evento importante y ella pasaría desapercibida, confundida entre las idas y venidas... Se fue hacia el ascensor, pero cambió de idea...
¡Subiré por las escaleras! No quiero dar la impresión de que estoy muerta de miedo, aunque no podré disimularlo, lo sé… Estoy tan nerviosa, ¡tan emocionada! Sentía el caudal de la vida pasando a través de ella, humedeciendo cada centímetro de su piel... Se paró en el segundo piso y se sentó en uno de los peldaños...

     ¡Vamos, Lucía!, ya no hay marcha atrás. Lo has esperado tanto... ¡No puedes fallarte, ni fallarle al destino!...

     Su cuerpo comenzó a temblar. Se adosó a la  pared y todo se lleno de él...
     ¡Estás tan cerca... tan cerca!... ¡Si supieras cómo ansío verte, sentirte!...

     No recordaba su nick, ni la fecha de aquel primer encuentro en el privado de aquella sala de chat que ambos frecuentaban, pero sí la sensación que le produjo estar a solas con él. Hasta ese día, sólo era uno más en la lista de usuarios; uno más con el que poder bromear; sin rostro, sin nombre, sin historia. Sólo uno más en aquel entramado de almas solitarias. Ella nunca había buscado nada especial; aunque su vida se había vuelto un mar de soledades, se negaba a encontrar razones para hacerlo. Sus entradas sólo eran una manera de calmar su frustración, de anular su rutina diaria; pero a partir de ese momento todo había cambiado. El preludio de un sentimiento profundo entre los, dos comenzó a escribirse en el libro de sus vidas...

     Al principio, todo era conversaciones triviales; se hablaban como lo harían dos amigos que comparten momentos del día. Pero, a medida que sus encuentros se hacían más frecuentes, los lazos se iban trenzando sin que ninguno de los dos deseara hacer nada por impedirlo. Las lágrimas afloraban cuando profundizaban en los secretos más íntimos, y sus risas llenaban cada rincón de ellos mismos cuando recordaban anécdotas pasadas. Se habían convertido en un solo silencio, en un solo grito, en un solo sueño que ninguno de los dos evitaba. El  muro que habían alzado entre los dos, se iba quebrando, y a través de las fisuras estaban dejando pasar las emociones, los sentimientos. Se hicieron confidentes; no se ocultaban de mostrarse tal y como eran. Y esas palabras, ocultas bajo las risas, comenzaron a aflorar: sólo se dejaban caer como una caricia, no había contacto físico, pero no lo necesitaban. La unión era evidente entre ambos: podían sentir los abrazos dibujados sobre la pantalla, saborear los besos inocentes que se enviaban... Se estaban descubriendo, y Lucía comenzó a sentir algo que ya creía muerto. La ilusión había vuelto a brillar en sus ojos. Apenas tenía tiempo para dedicarle a aquella esperanza con nombre de hombre que había surgido de la nada, pero cada minuto que le era posible lo buscaba, miraba su correo, esperando encontrar algún  poema de los que él le enviaba y que le gritaban lo que ella no tenía valor. Cuando por fin se encontraban, era como ver amanecer sobre la playa, y volvían las risas, y volvían las caricias solapadas... y, con cada despedida, de nuevo la oscuridad, el miedo de que esa fuera la última vez, aunque ella presentía que ese no podía ser el final de esa fantasía, porque ya no lo era: era tan real como su propia vida. Se sentía extraña, pero aquel burbujeo en su estómago le hacía olvidar quién era realmente. Quería sentir todo aquello; aquel regalo le pertenecía, era suyo y no podía ni quería dejar que ese tren pasara por su estación, sin al menos subirse a él y contemplar el paisaje.

     Así fueron pasando los días, en la espera ansiosa del momento del encuentro. Y allí estaba, de nuevo: nerviosa, inquieta ante un nick al que ya conocía. Ya se habían puesto rostro el uno al otro, y la química surgía con más fuerza. Hablaban, reían; reían, hablaban, hasta que aquello dejó de ser suficiente para ambos: la llamada de la piel comenzó a rondarles, ese deseo de que no acabara todo al cerrar la conexión... Así que sobre ellos comenzó a forjarse un encuentro.

     Cruzaba lentamente el pasillo, mientras sus ojos buscaban la numeración...
     224, 225... ¡Cómo será!... 226... Quizá no debería... 227... ¡Por fin!

     Se quedó parada, frente a la puerta: las piernas le temblaban... su cuerpo tiritaba. El sonido de los nudillos sobre la puerta, rompió el silencio del corredor... Su corazón era un galopar. Unos pasos... y esa puerta, que tantas veces en sus sueños había abierto, se abría para recibirla. Era él, tal y como lo había visto en su pantalla... Su sonrisa hizo que todos sus miedos se volatilizaran. La invitó a pasar, y Lucía sintió cómo detrás de sí se quedaba esa otra mujer que aún tenía esperanzas de que ella se arrepintiera.

     ¡Víctor!... ¡Lucía!...

     No había rosas, ni velas, ni melodía: sólo penumbra, haciendo de aquella habitación un templo casi sagrado… No había risas: sólo ellos, sólo dos almas vacías, ansiosas por colmarse aunque sólo fuera una vez. Sólo un hombre, sólo una mujer, frente a frente, abocados a un desenlace que los dos habían buscado, que ambos habían planeado. Sus miradas se cruzaron. Rugió el silencio, desesperado, como ruge una fiera hambrienta. Sus manos se entrelazaron, sus cuerpos se acercaron lentamente; se mezclaron como dos gotas de agua en el mismo charco: cerraron los ojos y se embriagaron con sus perfumes. No existía el tiempo: el reloj se había detenido en aquel mágico momento. Sus caras se rozaron y descansaron la una en la otra. Sólo sus respiraciones agitadas rompían el equilibrio del momento, aspiraban sus esencias desde el más completo sosiego... Él la escuchaba suspirar en su oído; ella, anhelante, oía sus gemidos en el suyo. Él trepaba entre su ropa; ella se humedecía en su vestido... No había palabras: sólo susurros. No había poemas, ni rimas: sólo sentimiento, pasión, deseo... Más allá de aquella habitación, todo había dejado de existir: nada tenía sentido, no había dudas, ni remordimientos; sólo amor... Ese amor que ahora ardía dentro de ellos, ascendiendo desde sus cenizas... ese amor que como un volcán quemaba sus cuerpos. Sus bocas se buscaron, tímidas, cándidas, como las de dos adolescentes que descubrieran por primera vez el sabor de la miel del fruto prohibido... Se besaron como nunca antes habían besado. Sus lenguas se buscaron, impregnándose la una en la humedad de la otra... ¡Mi amor!... ¡Mi vida!... Ya no eran Víctor y Lucía: eran sólo dos bocas sedientas, sólo dos pieles desiertas, sólo dos cuerpos inertes, que renacían en cada caricia, en cada beso.

     Aquella cama, de un hotel cualquiera, se tornó un lecho de rosas. Sus manos se desnudaron y se volvieron remolinos. Se amaron como no sabían que pudiera amarse. Él la buscaba; ella le deseaba. Ella lo devoraba; él se sometía. Él la descubría; ella lo sorprendía. Se bebieron, se saborearon; sus cuerpos se  moldearon formando una sola figura, y fueron uno, y en un solo manantial los dos manaron... ¡Te amo... ¡Te amo!

     No hubo promesas, ni proposiciones; se abrazaron sumidos en el más completo mutismo. Sus manos aún se buscaban, cargadas de ternura; se acariciaban pausadamente, reparando en aquellos misterios que ahora reconocían. Y volvieron a encontrarse, y volvieron de nuevo a entregarse, y luego la calma. Sus ojos se buscaron, sus palabras enmudecieron. El reloj, de pronto, fue su enemigo: ya no había tiempo. Era la hora de separarse, de olvidar que todo aquello había sucedido, de renunciar a sentir de nuevo todo lo que se habían entregado. Sus lágrimas se mezclaron en un beso eterno, el último que se darían. En aquel beso se lo dijeron todo; se lo llevaba todo. En él dejaban todos sus sueños, todas sus esperanzas, y la posibilidad de otro posible encuentro...

     La luz de la mesilla se apagó, por fin. Lucía se sentía distinta. Se encontraba en una esquina de la cama, mirando al techo. Todo estaba oscuro... A su lado... sólo el sonido, entre las sábanas, de un cuerpo dándole la espalda y un ¡buenas noches!, casi ineludible. Poco a poco, sintió cómo la respiración de su marido se hacía más y más pausada. Ella se había sentido aliviada de que aquella noche no hubiera querido tocarla. Al menos, aquella noche no quería que nadie profanara su cuerpo, que aún temblaba al recordarle, que aún mantenía intacto el calor de aquel otro cuerpo, que aún guardaba el sabor de esos besos robados, que aún conservaba la pasión y la ternura de esas caricias prohibidas.

     Ya habían pasado tres meses desde que se hubiera sentido una mujer completa, desde que hubiera amado como jamás pensó que amaría, desde que la hubiesen amado como tantas veces había soñado. Temblorosa, en la más completa soledad, necesitó volver a sentirle. Abrió la pantalla de su ordenador y buscó su rastro. “Otoño”… así había denominado a aquella carpeta donde yacía su secreto bajo un manto de hojas secas y lluvia eterna... Una fotografía que le había enviado era todo lo que conservaba de él. Eso, y un poema que escribiera para ella...

OTOÑO

Nunca el otoño fue más cálido.
Nunca la primavera tan florida
y sus flores tan escogidas.
Nunca fue mi vida hasta encontrarte
ni mi amor hasta amarte.

Nunca mi melancolía tan perpétua
ni mi sed tan duradera.
Nunca mi agonía tanta por no tenerte
ni mis ansias tantas por sentirte.


¡Amor mío! Nunca será mi muerte
mientras de ti no me alejes.
Mientras me ames hasta tu muerte.


(Lorea)